jueves, 1 de septiembre de 2011

El individuo y su importancia para la libertad

Los seres humanos somos sin duda alguna gregarios y sociales, empezando por la familia y su vital importancia para la sociedad. Sin embargo los grupos no pueden tener derechos, puesto que esto implicaría que sus miembros, los individuos, no tendrían una esfera de acción propia que el grupo respete.
Es por eso que emerge el concepto de derechos individuales. Allí donde se consagran en costumbres o constituciones los derechos individuales, las sociedades son prósperas, educadas y justas. Precisamente porque somos seres sociales, consideramos que los derechos individuales son –como dijo Ayn Rand- la forma en que se somete a la sociedad a la ley moral (justa).
Antes del descubrimiento del concepto de derechos individuales, los sistemas sociales estaban basados en la sujeción del individuo a teocracias y totalitarismos para los cuales su existencia era simplemente necesaria como una parte del todo, a ser manejado por una cúpula arrogante. Los libertarios sostenemios que debe ser al inverso: debe ser la sociedad –encarnada en los Estados y gobiernos inclusive- la que tenga límites. Es decir, que la esfera de acción económica, cultural y espiritual de la persona sea inviolable, y que los individuos no somos medios para un fin (“la grandeza de la patria”, “de la raza”, “de la clase social”, o cualquier otra idea abstracta que nos coloque a merced de los gobernantes y burócratas), si no que cada persona es un fin en sí misma.
Por lo tanto, la libertad que el liberalismo (conocido como libertarismo en América y últimamente debido a una lamentable confusión de términos) promulga y defiende, es la libertad del individuo al interior de la sociedad. Y esa libertad, desde luego, termina donde empieza la libertad del otro. Los derechos individuales de una persona tienen su límite en los derechos individuales de la otra. Es por eso que sólo puede considerarse derechos reales –y no aspiraciones noble- a los de tipo “negativo”, es decir, y como dirían nuestro antepasados: “no robar, no matar”. Basta con no violar los derechos de otros individuos y aquellos estarán respetados.
Los verdaderos derechos no requieren de ninguna acción de nuestra parte. La educación, salud, vestido, vivienda, alta cultura y otros bienes resultantes del convivir social no pueden ser derechos, por ende. Eso es así porque no se puede obligar a un profesor a enseñar, a un médico a curar o a un sastre a zurcir. Ellos lo harán porque el servicio a los demás tiene excelentes réditos materiales y espirituales, enriqueciendo a los participantes del proceso en forma de empleos, ahorro así como bienes tangibles e intangibles. No existen entonces derechos “positivos”, es decir, algo que podamos exigir a la fuerza de los demás que no sea el respeto a nuestra vida y propiedad. La vida puesto que somos dueños exclusivos de nuestra integridad física, y por ende las formas totales o parciales de esclavitud (incluyendo el servicio militar obligatorio o impuestos onerosos) que designan por nosotros lo que hacemos con nuestra mente y cuerpo, deben ser rechazadas. Y para sobrevivir, el ser humano necesita ser capaz de cosechar lo que sembró en forma de trabajo, por lo tanto la propiedad es una precondición para la vida civilizada y pacífica en sociedad.
El intercambio legítimo (voluntario) de trabajo por trabajo, de trabajo por propiedad o de propiedad por propiedad, constituye el contrato. Es por eso que los derechos individuales giran alrededor de esos tres conceptos: vida, propiedad y libres acuerdos entre los individuos. Esa es la única forma de ética universalmente aplicable, la única justa, y la que el libertario propone para nuestra sociedad.

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